“Yo sabía”
Finalizada la última dictadura cívico militar, a fines de los 80 y comienzos de los 90 se pusieron de manifiesto una serie de hechos de violencia ejercidos desde las fuerzas de seguridad que comportan graves violaciones a los derechos humanos. Día a día se relataban casos de jóvenes muertos a manos de la policía, y que a partir de la llamada “Masacre de Budge” en 1987 comenzaron a denominarse como casos de “gatillo fácil” en una referencia que hicieron los abogados de las víctimas de ese hecho, a la frase de Rodolfo Walsh “la secta del gatillo alegre”. A través de los años esta fue la manera en que comúnmente se describió a las muertes de jóvenes en manos de las fuerzas de seguridad.
Las prácticas violentas por parte de las fuerzas represivas que terminaban en muertes, fueron visibilizadas en el espacio público, sobre todo, por las movilizaciones que realizaban familiares, amigos y organizaciones para poner en evidencia la arbitrariedad policial y decir basta. Develaban también, toda una serie de normas y prácticas que resultaban en una violencia naturalizada: edictos, disposiciones y facultades que habilitaban a detener sin pedir intervención del poder judicial ni de protección a aquellos que aún eran menores de edad. Acciones policiales ejercidas cotidianamente sobre una población joven y en su mayoría desprotegida y vulnerable.
La represión y tortura en comisarías, instituciones de encierro, desapariciones forzadas de personas, detenciones arbitrarias y sin intervención judicial, golpizas, asesinatos, son algunas de las prácticas y metodologías que aún persisten en tiempos de democracia y establecen ciertas continuidades con las utilizadas durante el terrorismo de estado, y que es necesario visibilizar, problematizar y erradicar. Por eso, como parte de las políticas públicas de promoción y defensa de los derechos humanos y de lucha contra la violencia institucional, desde el Espacio Memoria y DDHH ex ESMA, nos proponemos visibilizar y reflexionar acerca de esta problemática. Con ese objetivo, iniciaremos una serie que se propone reconstruir historias de vida de víctimas de violencia institucional.
La serie se titula “Yo Sabía”, en referencia a la consigna que se hizo unánime y perdura en la memoria colectiva: “Yo sabía, yo sabía, que a Walter lo mató la policía”, cantada y gritada en las marchas contra la violencia policial, las canchas de fútbol, recitales y en toda manifestación pública a partir del asesinato de Walter Bulacio. La frase sintetizó un sentir común: la necesidad de decir basta a la violencia policial.
La muerte de Walter Bulacio fue una “muerte administrativa” sostiene Sofía Tiscornia en su libro Activismo de los Derechos Humanos y burocracias estatales. El caso de Walter Bulacio. Es la violencia del “funcionario gris” que detiene “a un cualquiera porque le es sospechoso de algo impreciso”, que se lleva personas para encerrarlas en la comisaría por unas cuantas horas porque tiene que cumplir con la estadística. Con la cantidad de detenidos que la “superioridad” exige.
Sin embargo, estas acciones habituales del poder policial sólo se hacían visibles cuando terminaban en muertes y/o sobre todo, cuando familiares de víctimas de la represión policial, organizaciones antirrepresivas y organismos de derechos humanos –acompañados por amplios sectores de la sociedad- denunciaron estos hechos en el espacio público.
La historia de Walter –que es la historia de miles de jóvenes- develó un abanico de normas y prácticas comúnmente utilizadas por la policía y que resultaban una violencia “sorda” o, más bien, naturalizada.
Walter había comenzado a trabajar de caddie en el campo municipal de golf para poder costear su viaje de egresados.
Entre cuarenta amigos alquilan un micro para ir al recital de Los Redondos, en el Club Obras Sanitarias de la Nación.
La Policía Federal despliega un inmenso operativo, dentro y fuera del estadio. Participa personal “de civil” y de la policía montada, la guardia de infantería, la brigada antimotines y la división canes.
Al igual que muchos otros chicos, Walter pensaba comprar su entrada en el estadio, pero las localidades están todas agotadas.
Una hora antes de comenzar el show, la policía comienza con las intimidaciones, los golpes y las detenciones indiscriminadas.
Los jóvenes detenidos son llevados a la comisaría 35 en colectivos de la empresa de transporte de pasajeros MODOSA.
Walter está entre los centenares de chicos detenidos y trasladados. Es brutalmente golpeado, al igual que muchos jóvenes, menores de edad. El comisario Miguel Espósito está a cargo del operativo.
La doctora Giacchino revisa a Walter en la comisaría. Sin informar a los padres ni al juez de menores, lo internan de urgencia en el Hospital Pirovano, con vómitos y hematomas en el abdomen. Diagnostican lesiones y traumatismo de cráneo.
Una semana después de ser detenido de forma ilegal, Walter muere. Tenía 17 años.
A pesar de su timidez, tenía una personalidad transparente. Le decían “Largui”, por lo flaco y alto. Su voz era pausada y grave. La abuela contaba que “era muy juguetón y que le gustaba hacer bromas”, que era muy respetuoso y que quería ser profesor de historia. “Se llevaba muy bien con mi papá”, explica Tamara, su hermana menor, “creo que debe haber sido una época muy linda entre ellos dos”.
Tenía una relación muy estrecha con su familia, especialmente con María Ramona Armas o “Mary”, su abuela paterna, que vivía a pocas cuadras de su casa y con quien se quedaba a dormir muchísimas veces.
Mary contaba que era usual que los domingos Walter le dijera: “¿Me llevás al cine?”. Le gustaban “las películas viejas, de halcones y de guerra”.
Como su abuela trabajaba cerca del colegio, viajaban juntos todos los días. Sus padres no podían pagarle el viaje de egresados y, por esa razón, había conseguido un trabajo como “caddie” en el Campo Municipal de Golf.
Para poder llegar desde el conurbano habían alquilado un colectivo, junto a más de cuarenta amigos. Algunos chicos tenían entradas y otros no, como Walter. Pensaban comprarlas en el lugar, pero no sabían que estaban agotadas.
A 30 años del caso que puso fin a las razzias policiales y dio lugar al fallo de la CIDH que ordenó modificar las condiciones de detención de las personas y de los menores en particular, narramos los hechos que rodearon la detención y posterior muerte de Walter a través de la voz de sus amigos, ex compañeros de escuela y docentes del Colegio Nacional Rivadavia.
La única imputación al comisario Miguel Ángel Espósito fue por “privación ilegal de la libertad, abuso de autoridad e incumplimiento de los deberes de funcionario público” y no por “torturas seguidas de muerte” –como exigían los abogados de la familia Bulacio. Años más tarde fue sobreseído por la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y CorreccionalCorreccional y en 2002 se resolvió la prescripción de la “acción penal”.
La Investigación:
Evidenció las normas policiales secretas que amparaban las detenciones ilegales a menores de edad (sin intervención judicial) a través del memorándum 40.
La Corte impugnó el sobreseimiento del comisario y declaró ilegal al memorándum. Se reabre la causa.
La familia Bulacio decidió, junto a la CORREPI, denunciar al Estado Argentino ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), acompañados por el CEJIL y el CELS.
La Corte sentención que la Argentina debía concluir las investigaciones para sancionar a los responsables de las violaciones a los derechos humanos de Walter Bulacio.
La familia Bulacio, el gobierno nacional y la CIDH firmaron un acuerdo en el que se ratificaba el reconocimiento estatal de la responsabilidad.
El Poder Judicial fue el responsable de que las “dilaciones y entorpecimientos indebidos” condujeran a la impunidad y que no podrían invocar la prescripción de la causa. Calificó las razzias de incompatibles con el respeto a los derechos fundamentales (presunción de inocencia, orden judicial para detener, obligación de notificar a los encargados de los menores de edad). Se ordenó al Estado a que suprimiera las normas y prácticas de cualquier naturaleza que pudieran entrañar una violación a las garantías de la Convención Americana de DDHH. Sentenció que debían modificarse las condiciones de detención de las personas y de los menores en particular. También consideró que el delito del que fue víctima Walter es un crimen de estado, y como tal, imprescriptible.
El gobierno nacional solicitó a los gobernadores que derogaran los edictos policiales y normas locales.
Mientras su papá Víctor, realizaba la primera presentación judicial con los abogados de CORREPI, las asambleas en el Colegio Nacional Rivadavia reclamaban el repudio a la represión policial.
Se reunían frente al colegio para marchar hacia el Congreso. Comenzaron a organizarse encuentros multitudinarios en otras escuelas secundarias, con estudiantes, profesores y padres.
A estas protestas se fueron plegando legisladores, periodistas y movimientos de derechos humanos, reclamando la derogación de la facultad policial de detención por averiguación de antecedentes y de otros dispositivos policiales como los edictos, razzias, etc., a la vez que denunciaban los casos que comenzaban a ser llamados de “gatillo fácil” y las torturas policiales, entre otros.
La CORREPI organizó un “Cabildo abierto contra la represión” en Tribunales cuando se revocó la prisión preventiva del comisario Espósito.
Una consigna se hizo unánime y perdura en la memoria colectiva: “Yo sabía, yo sabía, que a Walter lo mató la policía”. En las marchas contra la violencia policial, las canchas de fútbol, recitales y en toda manifestación pública en la que los jóvenes son protagonistas, se extendió esta frase que sintetizó un sentir común: la necesidad de decir basta a la violencia policial –ya explícita y brutal, ya oculta y silenciada– ejercida sobre una población mayormente juvenil.